A finales del pasado mes de febrero, un participante de un famoso concurso de televisión denunció en directo la precariedad laboral de los profesores asociados en las universidades españolas. El concursante, profesor asociado universitario y Doctor en Bellas Artes, denunciaba su salario de 250 euros mensuales, con el que apenas podía cubrir gastos de desplazamiento hasta el lugar de trabajo, motivo por el cual renunció a su plaza para centrarse en el concurso pese a «lo doloroso de la decisión». El vídeo, que se viralizó inmediatamente, despertó gran sorpresa e indignación. Sin embargo, y por desgracia para quienes nos dedicamos a la investigación, la situación no es novedosa en el ámbito universitario español. Prueba de ello es el creciente número de investigadores e investigadoras que emigran del país.
Ya a finales de 2017 la CRUE (Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas) alertaba de la existencia de «profesores pobres» en las universidades españolas. Si bien la observación fue acertada, que las autoridades académicas no se pronunciaran hasta finales de 2017, después de años de recortes, muestra el escaso conocimiento e interés que existe sobre las condiciones laborales del profesorado universitario.
Algunos datos para contextualizar: según fuentes del Ministerio de Educación, desde 2005 el profesorado funcionario se reduce en España (52.441 en el curso 2004/05, 43.318 en 2016/17), mientras que el personal laboral se incrementa (40.248 frente a 52.847 para los mismos cursos). Dentro del segundo grupo es preocupante el rápido crecimiento del profesorado asociado, que, aunque se redujo en la primera década del nuevo siglo, pasó del 20,7% en 2012/13 (cuando empezó a repuntar) al 23,6% en 2016/17, mientras que el número de profesores titulares disminuía en el mismo periodo del 31,5% al 29%, y los catedráticos del 11,2% al 9,8%. Los datos revelan que la precariedad en la universidad española se agudiza, especialmente desde que el PP ganó las elecciones en 2011 y llegó al gobierno en 2012.
El Real Decreto 898/1985 del 30 de abril, en su artículo 20 (título II) “Sobre el régimen del profesorado universitario”, describe así el estatus de asociado: “Las Universidades podrán contratar temporalmente, a tiempo completo o parcial, en las condiciones que establezcan sus Estatutos y dentro de sus previsiones presupuestarias, Profesores asociados, de entre especialistas de reconocida competencia que desarrollen normalmente su actividad profesional fuera de la Universidad.”
Así, si Cristina Cifuentes quisiera impartir clases de Administración Autonómica, por ser una reconocida experta (con máster incluido), la universidad podría cederle horas lectivas a cambio de una retribución. En la Universidad de Salamanca, por poner un ejemplo, las retribuciones en 2017 ascendían a 293,25 euros mensuales brutos en 14 pagas para un asociado no doctor 3+3 (180 horas semestrales), y a 715,31 euros para un asociado doctor 6+6 (360 horas semestrales), siendo éstas las formas de contratación más habituales (también las hay de 1+1 hasta 7+7). No obstante, encontraremos retribuciones similares en muchas universidades públicas.
Esta fórmula de contratación, pensada para incorporar a la universidad a profesionales de reconocido prestigio, se ha pervertido convirtiéndose en una forma más de precarizar el trabajo docente, permitiendo la contratación low cost de profesores que encadenan contratos temporales por largos periodos de tiempo con las mismas funciones que el profesorado funcionario. La situación se hace insostenible cuando la retribución, vulnerando su finalidad contractual prevista por la ley de complementar otra actividad profesional, se convierte en el único ingreso para muchos docentes universitarios, como, por ejemplo, en el caso del concursante televisivo. ¿Cómo puede producirse esta situación si un asociado debe acreditar otro empleo, según el Real Decreto?
Existen diversas formas de sortear este requisito: que se haga la vista gorda durante el proceso de selección, hacerse autónomos, que se considere como un empleo estar colegiado, etc. La mayor parte del profesorado asociado se ve abocado a vivir (o mejor dicho, a sobrevivir) con este ínfimo salario. Por otro lado, su actividad no se limita a la docencia: para progresar en la carrera académica y obtener las acreditaciones que les permitan acceder a otras modalidades de contratación tienen que investigar sin remuneración alguna, frecuentemente asumiendo labores administrativas, también sin remunerar. Como podrá deducirse, no aceptar dichas tareas compromete la renovación del contrato.
A esta situación de precariedad hay que sumar los recortes en I+D. Según un informe de CCOO, el gasto público en I+D sumando los capítulos I-VII y VIII de los PGE cayó del 0,9% del PIB en 2009 al 0,6% en 2016, cuando la recomendación de la UE es que se invierta, al menos, un 1% de financiación pública de la I+D (un 2% de inversión del sector privado). Cuando más cerca estábamos de alcanzar estas recomendaciones, nos pusimos a la cola en materia de investigación. Como agravante, a finales del pasado mes de marzo se filtró el borrador del nuevo estatuto de los investigadores en formación, que propone la reducción del salario de 900-950 euros mensuales de los contratos pre-doc a 630 euros en su primer año, 700 en el segundo y 900 en el último.
Esta situación, que no solo no premia la excelencia académica sino que la penaliza, tendrá graves repercusiones para la universidad y la investigación españolas. Tras años de recortes, con limitaciones muy estrictas en la tasa de reposición, cada vez se hace más difícil, por no decir casi imposible, el desarrollo de una carrera académica en España. Por otro lado, las precarias condiciones laborales en la universidad española frustran cualquier perspectiva de retorno de los miles de investigadores e investigadoras que emigraron durante la crisis para poder desarrollar sus carreras.
No hay cifras exactas, pero a finales de 2017 se estimaban en unos 3.500 profesionales, según datos que ofrecen redes y asociaciones de investigadores en el Exterior. De estos profesionales, un 73% volvería a España si se dieran las condiciones oportunas, según el XII informe INNOVACEF de la Universidad a Distancia de Madrid, pero solo un 2% está seguro de que regresará. Si la tendencia en contratación en universidades e inversión en I+D no cambian a corto o medio plazo, es indudable que el número de investigadores e investigadoras en el exterior seguirá creciendo.
Resulta poco realista pensar que investigadores con estabilidad laboral (y quizá con familia) en Francia, Alemania o EEUU vayan a volver a España con la promesa de un trabajo como profesor asociado por 700 euros brutos al mes. No habrá retorno si no se dan las condiciones que lo favorezcan. Y no solo se trata de aumentar (y dignificar) los salarios para el profesorado universitario, recuperar al talento investigador requerirá medidas adicionales como la simplificación de los trámites administrativos de reconocimiento de títulos y experiencia en el extranjero, o la extensión de los plazos de incorporación a una plaza.
Muchas de las personas que han emigrado para trabajar en la ciencia y la investigación ya han creado núcleos familiares en sus países de acogida; por lo tanto, será necesario también favorecer el traslado del núcleo familiar y, dado el caso, poder asegurar la óptima incorporación de los hijos al sistema educativo español. Estas políticas ya se aplican en muchos países europeos. Hacer lo propio en España solo es cuestión de voluntad política (y de no recortar fondos en empleo público).
Urge reformar los procesos de contratación en las universidades públicas españolas y convocar nuevas plazas, así como terminar con los recortes presupuestarios que han llevado a la investigación española al borde del colapso, para, por fin, alcanzar el nivel de inversión del 1% que recomienda la UE. Solo de esta forma conseguiremos frenar la erosión de la carrera académica y recuperar a tantas y tantos investigadores que comienzan a echar raíces fuera de España. Hagámoslo antes de que sea demasiado tarde. El futuro de nuestro país nos va en ello.